Caminante Wanderer

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    El blog Una católica (ex) perpleja publicó hace unos días una interesante noticia: el rector del seminario de Barcelona, P. Salvador Bacardit, había dicho en una entrevista que “han detectado un giro a la derecha entre los seminaristas”, pero “nos llega la gente que nos llega y tampoco podemos decir ‘No’ a los jóvenes más reaccionarios”. No sorprende la opinión de mosen Bacardit. Algo parecido había dicho hace un tiempo su colega, el ahora ex-rector del seminario de Buenos Aires —fue reemplazado hace pocos días por un cura villero—, y no podemos esperar otra cosa pues la evidencia es aplastante: la mayor parte de los candidatos a la vida religiosa son “de derecha”, es decir, son conservadores en el amplio abanico de especies que integra esa fauna.

    La explicación que da el P. Bacardit del fenómeno es también interesante: “(el giro a la derecha) que hemos detectado también se detecta, según varios estudios, en los adolescentes y jóvenes actuales fuera del ámbito de la Iglesia. Las nuevas generaciones, en momentos de crisis como los de ahora, han buscado una seguridad, y se la han dado estos estilos, estas tendencias más integristas, más conservadoras”. No me consta que los jóvenes que están fuera de la Iglesia sean más integristas: más bien me parece lo contrario. Seguramente el mosen se ha valido de algún estudio improvisado que le viene bien para diluir su parte de responsabilidad en la situación de caos que atraviesa la Iglesia, pero lo interesante es el recurso que utiliza: el de patologizar a los jóvenes “de derecha”. Para él, un seminarista “integrista”, es decir, que reza el rosario, gusta vestir de clergyman o sotana, prefiere el latín y el canto gregoriano y ve con buenos ojos la liturgia tradicional es, definitivamente, una persona enferma; lo aqueja una debilidad psicológica a la cual compensa buscando seguridades que encuentra en esos estilos anticuados. Tampoco esto es novedad alguna. Como lo señala la (ex) católica perpleja en su blog, Bacardit y muchos otros sacerdotes entrados en años como él no hacen más que repetir a Sigmund Freud que dijo exactamente lo mismo hace un siglo en Totem y Tabú. Pero también lo ha dicho el Papa Francisco en varias ocasiones —por ejemplo acá— y no se ha cansado de mofarse de este tipo de seminaristas: tienen problemas serios que sofocan adoptando estilos conservadores pero que, a la larga, la enfermedad aflorará de alguna manera.

    Veamos el negativo de la foto: para el P. Bacardit, como para buena parte de los formadores de los seminarios del mundo y para el mismo pontífice romano, los seminaristas normales son los seminaristas modernistas, es decir, los que no tienen apego alguna por los estilos “de derecha” y se mimetizan con los jóvenes del mundo. El problema es que este tipo de seminarista es muy escaso —los seminarios que se resisten a admitir a jóvenes de corte conservador están casi vacíos— y los ejemplares que conocemos no son precisamente un dechado de integridad psicológica. Pueden ver, por ejemplo, esta ceremonia de ingreso al postulantado de un candidato de los hermanos de Lasalle, o pueden pasearse por las páginas de diócesis y congregaciones religiosas donde se despliega el muestrario de normalidad de la que gozan los candidatos que pueblan sus ralas casas de formación.

    Pero concedámosle al P. Bacardit y a Bergoglio su premisa: los jóvenes “conservadores” (y utilizo esta palabra para simplificar englobando en ella al amplísimo arco de seminaristas que va de los Legionarios a la FSSPX) adoptan ese “estilo” porque necesitan seguridades. La cuestión está en por qué estos personajes añosos consideran que la búsqueda de las seguridades que ofrecen el tipo de estructuras conservadores es algo negativo. O dicho de otra manera, ¿por qué es patológico adoptar los “estilos” que ofrecen, en este caso, grupos “conservadores”? El análisis que propongo deja de lado la cuestión teológica y litúrgica; veámoslo desde un punto de vista puramente humano. 

    A mi me parece muy normal que los jóvenes, y no tan jóvenes también, que adhieren a una fe como la nuestra, que comporta duras exigencias morales, entre otras cosas, que son severamente cuestionados por el ambiente que los rodea, busquen identificarse con grupos cuyo sentido de pertenencia se los da, además de un estilo de vida contracorriente, una serie de signos exteriores que, efectivamente, les brinda seguridad.Y apelo a un ejemplo. Newman, en su novela en buena medida autobiográfica Perder y ganar, relata muy detalladamente el proceso de conversión a la Iglesia católica que siguió un grupo de jóvenes anglicanos oxonienses —entre los que estaba él mismo— que comienza a adoptar “estilos” católicos: rezo del breviario romano, "misas" celebradas con bellos ornamentos, utilización de velas e incienso, veneración de imágenes en las iglesias, etc., para diferenciarse de la indiferenciación teológica en la que había caído el anglicanismo convertido casi en una religión evangélica.  ¿Sería Newman un enfermo psiquiátrico, o un joven “de derecha”?

    Dicho de otro modo, estos “jovenes de derecha”, según la expresión de Bacardit, buscan la definición para escapar de lo a-morfo; buscan establecer los límites o fronteras de su territorio a fin de no perderse en la indefinición del caos. El libro del Génesis nos dice que “la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo”, y la acción divina consistió en diferenciar —la luz de las tinieblas; la tierra seca de las aguas, etc.— lo que antes no tenía diferencia ni forma; lo que era amorfo. Y si nos ponemos en aristotélicos, diríamos que ese es el modo de adquirir la existencia, pues es la forma la que individualiza la materia y constituye la sustancia . Y si nos ponemos foucoultianos, diríamos que es el modo que esos jóvenes tienen de terminar de constituirse como sujetos. Y si lo decimos más llanamente, Juan, para ser propiamente Juan y no un joven más del montón indiferenciado de jóvenes que pueblan el mundo, necesita definirse y asegurar su identidad, y lo hace incorporándose a grupos que lo ayudan a preservar, en este caso, su identidad de cristiano. Yo no veo nada malo en eso; todo lo contrario, es lo más natural y sano. Caso contrario, Newman, Froude y decenas de miles de católicos que pueblan la historia de la Iglesia habrían sido afectados por una patología psiquiátrica que en estos tiempos luminosos es certeramente diagnosticada por genios tales como Bacardit y Bergoglio.

    Pero demos un paso más. La opción ideal para estos personajes de la decadencia, sería que a los seminarios y casas religiosas ingresaran jóvenes indiferenciados, es decir, carentes al máximo posible de trazos que los distinguieran de los demás; jóvenes “normales” y no “de derecha”, diría el insensato de mosen Bacardit. Se trata de la pretensión de establecer una suerte de “iglesia globalista”; una iglesia in-diferenciada, en la que no existan los contornos que delimitan unos de otros, la verdad del error, lo bueno de lo malo.¿Exagero? Tenemos la escandalosa —en el sentido propiamente evangélico del término— afirmación que hizo Francisco en Singapur el viernes pasado: “Cada religión es un camino para llegar a Dios. Hay diferentes lenguajes para llegar a Dios pero Dios es Dios para todos...Sikh, musulmán, hindú, cristiano, son caminos diferentes”. Pueden ver el impresionante (y apocalíptico) video aquí. “¿A dónde nos lleva —se pregunta Francisco— la discusión entre las religiones?”. Y la respuesta es clara: nos lleva a la diferenciación; a distinguir la verdad del error. Simplemente a eso. Y si eso está mal, como lo dice con todas las letras el pontífice, entonces la Iglesia estuvo equivocada durante casi dos mil años y se espabiló recién en 1963 gracias a un magno acontecimiento llamado Concilio Vaticano II, que algunos todavía tienen el desparpajo de defender.

    Los “jóvenes de derecha” del cura catalán y los “jóvenes con debilidades psicológicas” del Papa Francisco no son más que jóvenes católicos, que buscan con corazón noble y generoso, diferenciarse del caos y de la indefinición del mundo. La Iglesia sólo tiene posibilidades de sobrevivir si esos jóvenes se afianzan en sus filas sea en el estado de vida consagrada o como laicos; mientras el poder de gobierno y de magisterio continúe en manos de orates como Bergoglio, estamos perdidos. 

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    Emmanuel Mounier, uno de los principales pensadores del personalismo, de hecho el mismo que acuñó el término «personalismo», deja claro que no se puede dar una definición precisa de la persona. Escribe en su libro más representativo, titulado Personalismo: «Cabría esperar que el personalismo comenzara por una definición de la persona. Pero sólo se pueden definir objetos situados fuera del hombre y que el hombre puede colocar ante sus ojos. En cambio, la persona no es un objeto: al contrario, es precisamente lo que en cada hombre no puede ser tratado como un objeto». (E.Mounier, Il personalismo, Garzanti, Milano 1952, p.7).

    Por tanto, si no se puede dar una definición precisa de persona, significa que la metafísica clásica, lo que nos gusta llamar «filosofía natural y cristiana», está equivocada. El propio Severino Boecio (475-525) se equivocaría cuando afirma que la persona es: «Rationalis naturae individua substantia», es decir: «Sustancia individual de naturaleza racional», donde la persona viene dada por ser una sustancia completa, individual, y sobre todo capaz de razonar. No. Mounier y los personalistas no están de acuerdo. Para ellos, la persona sería un conjunto de emanaciones y manifestaciones psicológicas, en las que los sentimientos, las emociones, los estados de ánimo... serían centrales.

    Usted se preguntará: ¿por qué semejante creencia ha influido en la crisis actual de la Iglesia y de la fe católica? Para responder a esta pregunta, recordemos lo que el modernismo teológico y el neomodernismo (que son la verdadera «alma» de la crisis actual) dicen sobre la fe. Ya no debe concebirse como un asentimiento del intelecto a las verdades reveladas, sino más bien como una forma de sentimiento religioso que brota de las profundidades de la subconsciencia.

    Hoy en día, los católicos «razonan» paradójicamente apartando la razón en el acto de fe. Esto (la fe) sólo sería una creencia ‘ciega’, mejor aún: una creencia en el absurdo. Al contrario, uno se convence de que cuanto más se crea en el absurdo, más meritorio sería el acto de fe. Pero esto no es un razonamiento católico: es un buen razonamiento protestante. En resumen, ser católico significaría ante todo «sentirse» como tal, no estar inteligentemente convencido de serlo. Si se preguntara hoy a muchos católicos: ¿Por qué lo es usted? La respuesta sería muy probablemente: “Soy católico porque siento que lo soy”. Se trata, en definitiva, de una reducción de la fe a «experiencia». Por supuesto, no se puede negar que la fe es también una experiencia de vida con Dios, pero una cosa es decir que la verdad juzga la experiencia y otra muy distinta decir que es la experiencia la que juzga la verdad. Si «sentirse bien» bastara para justificar la propia fe, ¿qué decir del musulmán que puede decirnos: “yo también me siento bien siendo musulmán”? Y de hecho, es precisamente esta reducción de la fe a la «experiencia» lo que ha abierto aún más la puerta al sincretismo religioso y al relativismo que promueven cada vez más los modelos aperturistas del llamado «diálogo interreligioso».


    El amor debe juzgarse a sí mismo
    Otro punto en el que la influencia del personalismo es evidente en la crisis actual del catolicismo contemporáneo es el relativo a la concepción del amor. Para comprenderlo, hay que partir siempre de la concepción «fluida» de la persona que hace que ésta sea vista predominantemente bajo el aspecto psicológico. También aquí hay que hacer una aclaración: una cosa es decir que hay que dar importancia también a la dimensión psicológica y otra muy distinta pretender definir a la persona sólo bajo el aspecto psicológico. Si se cae en este error (la persona es predominantemente una dimensión psicológica), resulta consecuente que el amor, que es una pasión, ya no tiene que someterse al imperio de la razón para ser juzgado por ella, sino que se convierte en un criterio por derecho propio. Dejemos hablar a Mounier: « (...) el acto de amor es la certeza más firme del hombre, el cogito existencial irrefutable: amo, luego el ser es, y la vida vale la pena (vivirla)» (ib., p.37). Esto explica por qué tantos católicos de hoy ya no se sienten obligados a corregir a quienes viven en estado de pecado grave debido a condiciones de vida como la cohabitación extramatrimonial u homosexual. No son pocos los católicos (incluso practicantes) que comentan estos casos diciendo: ¿Qué hay de malo? Si se aman…


    La fe reducida a un «encuentro»

    Como decíamos antes, la concepción auténticamente católica de la fe es ésta: el asentimiento del intelecto a las verdades reveladas. Así, hay asentimiento y hay implicación del intelecto en Dios que se revela. Es evidente que la fe se finaliza viviendo con Dios, eligiéndole, abrazándole; pero todo ello es el resultado de un asentimiento, de una comprensión, de una adhesión a Aquel que se revela. En el neomodernismo actual, en cambio, el encuentro ya no es el resultado lógico del acto de fe, sino que se convierte en su conjunto exclusivo; provocando así esa deriva experiencialista de la fe de la que hablábamos antes. Esta convicción, por desgracia, también ha sido llevada adelante por realidades tendencialmente positivas (pero por cierto también influidas por el personalismo) que inicialmente querían contrarrestar cierta deriva neomodernista. Pensemos, por ejemplo, en la teología de Don Luigi Giussani, fundador del movimiento Comunión y Liberación. Leamos con atención estas palabras suyas, tomadas de su All'origine dell'esperienza cristiana: «El objeto primario de mi fe no consiste en una lista de verdades, inteligibles o no. (...) es el abrazo de una Persona viva (...) Eso es lo esencial, el objeto revelado no se concibe como una serie de proposiciones (…)»  (L.Giusssani, All’origine dell’esperienza cristiana, Jaca Book, Milano 1988, p.56.).


    El olvido de la apologética

    El olvido de la apologética que caracterizó las décadas postconciliares no es sino la consecuencia de todo esto. Los catecismos de antaño eran de una claridad sublime, una claridad que dejaba clara la diferencia entre la verdad y el error. Entonces no se entendía nada más (en el sentido literal del término), porque no se entendía nada más. Los catecismos modernos (perdón: modernistas), y no nos referimos sólo a los locos de la teología holandesa, lo presentan todo de forma vaga, intelectualista (intelectualismo es lo contrario de inteligencia) y sentimental. Precisamente porque había que acabar con la apologética, había que acabar con ella para promover la deformación del concepto de fe de la que hemos estado hablando.


    Olvido de la mortificación y de las virtudes pasivas en favor del activismo

    Hay un punto del personalismo que no hemos tocado hasta ahora, a saber, que la persona se realizaría abriéndose necesariamente a los demás. También aquí hay que hacer una aclaración. Una cosa es decir que la persona es un ser naturalmente social y que tiene la obligación moral de abrirse a las necesidades de los demás; otra muy distinta es afirmar que ontológicamente lo necesita. Tal afirmación, de hecho, convierte la relación en la sustancia misma de la persona, haciéndola aún más evanescente. Pues bien, esta convicción se ha reflejado en la forma de pensar de muchos católicos que ahora parecen estar convencidos de la inutilidad, cuando no de la franca nocividad, de las virtudes llamadas «pasivas»: mortificación, ayuno, templanza, castidad... ¿De qué sirven las monjas de clausura? ¡Mejor las que están en la calle ayudando a los pobres!


    La Iglesia en su dimensión horizontal

    Y llegamos al último punto: cómo ha afectado el personalismo al concepto de Iglesia tal y como ha «evolucionado» (perdón: «involucionado») en el neomodernismo dominante. Hemos dicho que en la concepción de la persona de Mounier y sus asociados, la relación se eleva a sustancia, por lo que la apertura a los demás se convierte en el ser mismo de la persona. Si es así, la Iglesia acaba siendo considerada esencialmente como ‘comunidad’ y ya no como el ‘Misterio de la presencia de Cristo en la historia humana’. Lo que hace que la Iglesia sea ‘Iglesia’ ya no sería Cristo, sino la unión de los hombres. Esto explica que hoy se piense que el problema más grave no es rechazar a Cristo con el pecado, sino todo lo que pueda amenazar la convivencia pacífica entre los hombres (conflictos, guerras...) o su salud física (contaminación ambiental, enfermedades...). Pero no sólo: si la Iglesia es predominantemente «comunidad», si la Iglesia es ante todo un «misterio de apertura al otro» más que de unión con Cristo, entonces todos los hombres, en tanto que hombres, son automáticamente hijos de Dios y ya estarían «salvados» en cierto sentido. Este es el ‘cristianismo anónimo’ de Karl Rahner.


    Fuente: Missa in latino


    [Nota histórica:Estaríamos tentados en decir que Francisco es un personalista. Sería demasiado. Quién sí fue personalista fue Juan Pablo II. Y eso explica muchas cosas, por ejemplo, el encuentro de Asís y muchos otros disparates que tanto daño hicieron a la Iglesia].


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    El silencioso viaje de Francisco a Extremo Oriente está transcurriendo con más pena que gloria, como era de esperar. Lo cierto es que, más allá de la opinión que yo tengo del pontífice actual y que he expresado en esta página desde 2013, termina produciendo cierta tristeza el estado al cual ha conducido al pontificado romano: la total insignificancia. Si no fuera así, los medios de prensa del mundo, al menos los argentinos, habrían dado una mayor cobertura a este viaje apostólico, aunque de apostólico no tenga nada. No pierdo demasiado tiempo en la web, pero hasta donde pude ver solamente La Nación publicaba diariamente algún reporte del viaje que desaparecía de su portal a las pocas horas, signo evidente de que no era leído por nadie. 

    Por otro lado, y más allá de que Indonesia sea un país en el que los católicos son una ínfima minoría, resultaban llamativas las fotografías que, aún tomándose desde el mejor ángulo, mostraban misas o actos con asistencia de fieles más bien escuálidas. Por ejemplo, eso pudo verse en la misa final en el estadio de Jakarta. Taylor Swift convoca a muchísima más gente, pero a muchísima más, que el Papa Francisco. No sólo su pobre figura es irrelevante; ha arrastrado consigo a la irrelevancia al mismo pontificado. 

    Pero esto es sólo un ejemplo más del daño inconmensurable que ha provocado el Papa Francisco a la Iglesia; es decir, un daño que difícilmente pueda ser cuantificado. Y no voy a recordar lo que ya hemos hablado; tomo sencillamente tres detalles de lo ocurrido la última semana que muestra la profundidad del estropicio y ponen en duda la posibilidad de una cura.

    En Jakarta, Francisco se reunió con líderes de otras denominaciones religiosas, particularmente musulmanes que es la religión predominante de ese país. Y les dijo: “Esto prueba que en la historia de esta nación y de la cultura que aquí se respira, la mezquita, como también los demás lugares de culto, son espacios de diálogo, de respeto recíproco, de convivencia armoniosa entre las religiones y las diferentes sensibilidades espirituales”. Las diferentes religiones, y no sólo las diferentes denominaciones cristianas, responde no más que a diferentes sensibilidades espirituales. Los indonesios tienen una sensibilidad distinta a las de los rusos y a la de los sudaneses, y por eso aquellos son musulmanes, los otros ortodoxos y éstos animistas. Para Bergoglio, las diferencias religiosas, por estar ancladas en la sensibilidad, no admiten discusión alguna: de gustibus non est dispuntandum. Así como no puede nadie criticar con fundamento a los indonesios porque usan una especie de túnicas o faldas llamada sarong, tampoco puede criticárseles que sean musulmanes. Y mucho menos tratar de convencerlos que se hagan cristianos, lo cual sería análogo a tratar de convencerlos de las bondades de usar pantalones, camisa y corbata. El Papa Francisco, ya de un modo oficial, ha destituido a la Iglesia católica que ha dejado de ser el lugar de la Revelación del único Dios verdadero, Trino y Uno, rebajándola a una tienda más —una muy grande y antigua— de las que pueblan el gran mall de las religiones del mundo.

    [Escolio uno: ¿por qué debemos felicitar a los indonesios musulmanes porque siguen a su sensibilidad espiritual y, en cambio, perseguir cruelmente a los católicos que prefieren la misa tradicional que, en todo caso, podría considerarse también una sensibilidad espiritual diferente a la de la mayoría de los católicos?]

    En ese mismo encuentro interreligioso celebrado en Jakarta, el Papa Francisco expresó lo siguiente: “Me gustaría impartir una bendición. Una bendición significa decir bien, desear el bien para algo. Aquí pertenecéis a religiones diferentes, pero tenemos un Dios, es uno. Y en unión, en silencio, rezaremos al Señor y daré una bendición para todos, una bendición para todas las religiones. Que Dios bendiga a todos y cada uno de vosotros. Que bendiga todos vuestros deseos. Que bendiga a vuestras familias. Que os bendiga en el presente. Que bendiga vuestro futuro. Amén”. Por supuesto, no hizo la señal de la cruz. Hace menos de un año, comentábamos en el blog que Mons. Gabriel Barba, obispo de San Luis, había hecho algo similar: al dar la bendición en un encuentro interreligioso en su diócesis, no pronunció el nombre del Hijo. Lo de Bergoglio es mucho peor: él, el sucesor de Pedro y cuya función primordial es confirmar a los católicos en la fe de los apóstoles —y no enseñar a los hombres a cuidar el medio ambiente y a no pelearse entre ellos— se niega no solamente a ejercerla, sino que se niega a testimoniar a ese Dios Uno y Trino y a su enviado Jesucristo. Lo dice claramente —“tenemos un Dios, es uno”— y mal que le pese al pontífice el Dios de los cristianos no es el Dios de los musulmanes; y, además, se niega a trazar el signo de la cruz, el mismo signo por el que morían los mártires de los primeros siglos. Yo no sé hasta qué punto somos conscientes, o somos capaces de ser conscientes, de la gravedad de la situación en la que estamos viviendo. 

    Muchos dirán para consolarse: “Eso lo hace el Papapour la galerie; nadie se entera; no hace daño”. Pero sí que lo hace. Repito: el daño que ha hecho el Papa Francisco durante su pontificado es inconmensurable. El flyer que muestro a la derecha promociona un evento organizado por el episcopado ecuatoriano durante esta semana. Muestra una custodia pero lo que en realidad quieren custodiar no es la eucaristía sino a los colibríes, delfines y vegetales. No exagero: consulten el documento al lleva el QR. Además, proponen misas para diferentes sensibilidades: indígena, afro e intercultural. Buena parte de la Iglesia del Ecuador, parecería que está completamente desintegrada y transformada en una ONG de izquierda dedicada a fines inmanentes. Es decir, la desaparición de la Iglesia en cuanto tal. Y la justificación del desastre no es otra que Bergoglio: todas las citas y referencias que aparecen en el cartel como en el documento al que remite pertenecen a escritos del pontífice; no hay ninguna referencia a la Palabra de Dios.

    [Escolio 2: Ni el primado de Ecuador, ni el Nuncio apostólico, ni el Dicasterio para el Culto dicen una sola palabra acerca de la variedad de misas que celebran; de hecho, ni siquiera están ofreciendo la misa novus ordo o celebrada en la “única forma del rito romano”. Están ofreciendo creaciones para gustos o sensibilidades diversas. Pero, ¿qué no hubiesen dicho si, entre toda esa diversidad, se hubiese ofrecido también una misa latina tradicional? Como ya sabemos, hay diversas categorías de diversos; a algunos se los admite, y a otros se los persigue].




  • por Eck

    Vintila Horia: ¿Cuales serían, según su experiencia y meditación, las razones de esta crisis interior, quiero decir de la crisis de la fe y de la Iglesia?

    Urs von Balthasar: Hay varias:

    La primera sería algo así como un fallo en la doctrina misma del Concilio, que quiso ser pastoral y que acabó por realizar lo que se puede llamar una salida hacia el mundo. Aggiornamento tendría que significar volver a entrar en sí mismo. Los documentos del Concilio se han olvidado de este centro esencial, que es la vida mística contemplativa, la vida trinitaria, la gracia, la cruz, cosas centrales, fáciles de falsificar.

    La segunda razón sería el estado de nuestra teología. Había esclerosis en la teología, una especie de racionalismo espantoso. Y nada de amor. Habría que volver a los comienzos de la teología. Formar. Volver a entrar en los Evangelios. Bultman no hace más que cortar todos los caminos hacia el Evangelio con su método crítico-histórico. Es un triunfo de la letra sobre el espíritu, una continuación del racionalismo. En los sermones de hoy, siguiendo en esta línea, se trata de desmitologizar el Evangelio. Esto no es más que un nuevo humanismo.

    En tercer lugar creo que hay que contar, como factor de la crisis, la racionalización de la jerarquía, su aislamiento. En sus funciones más altas esta jerarquía está lejos del pueblo y no funciona según la verdadera tradición evangélica. Pero se trata aquí de algo que viene de muy lejos y, por consiguiente, muy difícil de sanar. Jerarquía quiere decir, en el marco de la Iglesia, servicio, humildad, caridad. Juan XXIII sabía humillarse, cuando iba a lavar los pies de los pobres. Humillarse es una de las principales verdades evangélicas. La jerarquía a la que nadie ama constituye algo terrible, inconcebible dentro del cristianismo. Lo importante es demostrar su autoridad y hacerse amar por el pueblo, obrar de tal manera que el pueblo ame la función y a los que la representan.

    Horia, Vintila; Viaje a los centros de la tierra, Ediciones Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1987, pg.105-106.


    Introducción

    Tras la primera entrega de Voces del Pasado con el artículo dedicado al rescate de la apología del rito hispano escrita por el abad Pedro de San Millán, continuamos con la búsqueda de nuevos testimonios que nos puedan ayudar a arrojar luz sobre la actual crisis de la Iglesia. Toda verdad, la diga quien la diga, procede del Espíritu Santo decía el sabio Santo Tomás de Aquino y nunca como hoy hemos estado necesitados de verdad y de la asistencia del Espíritu Santo para navegar a través de la oscuridad y de las peligrosas olas de la historia. Por esto y con esta libertad de espíritu que otorga la verdad, tal y como nos dijo el Divino Maestro, llamaremos como testigos a personas de toda condición, desde herejes notorios hasta santos, desde creyente a ateos, miembros de la Iglesia o no. Algunos gustarán, otros disgustarán por lo que dicen o por quien lo dice pero es necesario oír a todos. Si en la Edad Media se decía que hasta el Diablo merecía ser escuchado en juicio y si el mismo Dios lo hacía como aparece en la Escritura en el Libro de Job, ¿Por qué nos negaríamos a oír a otras personas, que en muchos casos son hermanos equivocados, si tienen algo que decir pues hasta sus mismos errores nos pueden mostrar la verdad como afirmaba el mismo apóstol S. Pablo? 

    Así pues, oigamos los que desde el pasado nos tienen algo que decir y aprendamos sus lecciones.


    El escritor Vintila Horia y el teólogo Balthasar

    No tenemos dudas de que muchos lectores reconocerán al escritor rumano Vintila Horia (1915-1992), sobre todo los letraheridos de cultura afrancesada. Autor de una de las más profundas y conmovedoras novelas histórica del siglo XX, Dios ha nacido en el exilio, sobre Ovidio, su destierro a Tomis y su esperanza final de salvación.  Muchos menos lectores conocerán su faceta de zahorí del futuro en busca de los manantiales espirituales del mañana. Para ello, inició varias giras para entrevistarse con científicos, pensadores, filósofos y teólogos y que publicó en una serie de libros muy sugestivos. A pesar de su querencia por el impresentable Teilhard de Chardin, que nos explicamos por su búsqueda en Occidente de las intuiciones cósmicas del cristianismo oriental, sus diálogos con los teólogos Karl Rahner, Yves Congar, Urs von Balthasar son de lo más interesante de lo que se puede leer hoy.


    La gran Crisis según Urs von Balthasar

    Y en medio de esta conversación con el teólogo le hace la pregunta nuclear, la más importante, sin paños calientes: el corazón de la crisis interior, de la fe y de la Iglesia. Una lleva a la otra para desembocar en la crisis universal de la Iglesia, que se estaba mostrando en su verdadera faz a pesar de las cortinas de humo primaverales, posconciliares y terciomilenoeutantes.

    Y hablando de la crisis interior Balthasar pone el dedo en la llaga del gran fallo del Concilio Vaticano II con una crítica demoledora en su fondo, mucho más profunda que tantas al uso por rabiosas que parezcan. Si Heidegger, al que no profesamos mucha devoción, hablaba del olvido del Ser, aquí podríamos hablar de un olvido de la Fe viva, de la vida mística contemplativa, la vida trinitaria, la gracia, la cruz, cosas centrales, fáciles de falsificar. Como nuestros días han demostrado, sin la ocupación en la única cosa necesaria, ha sido muy fácil de falsificar toda la vida cristiana, dar gato por liebre al clero, a los fieles y al resto de la humanidad. Esto lo podemos ver, dice el teólogo, en la doctrina conciliar que quiso ser pastoral y misionera pero que se convirtió en una salida al mundo, es decir, una conversión al mundo, una mundanización pura y dura que llega a su casi cima con Francisco y su modelo de iglesia. Se paso de un aggiornarsi, un actualizarse la fe en sentido aristotélico, pasar de una fe meramente potencial e intelectual a otra en el acto y total, a un aggiornarsi que quería adaptar la fe a las opiniones cambiantes del mundo.

    No es casualidad que en su lista de cosas esenciales aparezca la vida mística contemplativa como primer elemento pues donde no hay visión el pueblo perece. Y es lo que nos está pasando cuando nuestro conocimiento de Dios se traduce sólo en fórmulas silogísticas y canónicas espigadas del Magisterio, de los Santos o de la Escritura o de otros sitios incluso. Al final, toda nuestra teología se vuelve un mero juego intelectual que da lugar o a un agnosticismo y nihilismo vestido de estructura eclesial para bien vivir y aprovecharse de lo que otros construyeron con otros fines o, peor, a un fanatismo que toma las verdades de la fe como una ideología de lucha que esconde una sed de poder, de sentido o de vida que, en el fondo no se tiene y que busca inconscientemente. Es un triunfo de la letra sobre el espíritu, de la voluntad sobre el intelecto, una continuación del racionalismo que, a la larga, convierte el Credo, el Rito y la Iglesia en cosas útiles en vez de cosas sacras, intocables por su propia santidad y por encima de las querellas e intereses humanos, dones puros de Dios, Padre de todos, a sus hijos. Porque para una razón que no reconoce superior como la caridad, fuente de todo conocimiento, todo se vuelve instrumento y útil de sí misma y, sobre todo, de la voluntad que hay detrás, un egoísmo disfrazado de ornamentos sagrados. Por eso puede mundanizarse, ya se ha vuelto del mundo y vuelve a su verdadera casa.

    El fundamento de toda verdadera teología es amar para conocer y conocer para amar y el primer paso es aceptar la Verdad revelada por Dios como don. Von Balthasar da en el clavo de la esclerosis de la teología, de este racionalismo espantoso: Y nada de amor. No hay amor a la Verdad sino su uso instrumental, no hay amor a Dios sino a un ídolo de Él construido con manos humanas, ni a las personas ni a la Iglesia, vista como campo libre para la voluntad de los poderosos. No hay verdadero conocimiento ni visión, por eso los pueblos perecen y la Iglesia se seca desde su raíz y no da fruto.

    Por eso se pudrió la vida espiritual de la Iglesia, la metástasis pasó a la vida intelectual y también se pudrió su vida política en sentido aristotélico y ciceroniano, la amistad entre sus miembros y la concordia entre sus estamentos en pos del Bien Común y la consecución de su fin último: la salvación de las almas a través de la Fe y los Sacramentos, vehículos del amor divino. Y aquí cita muy bien el teólogo, en su tercer punto, las consecuencias en la vida eclesial de la falta de Caridad, la racionalización de la jerarquía, su conversión en un estado funcionarial y administrativo, lleno de reglamentos, cánones y códigos, laberinto más parecido a los mohosos despachos del Proceso de Kafka que a la Iglesia que vio enjoyada San Juan y que, a pesar de sus pecados, nos retrató San Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Vida artificial que sustituye a la verdadera Vida, una maquina, un robot frente a un ser vivo, una comunidad de hermanos, la familia de Dios sustituida por un totalitarismo eclesiástico que cuanto más pierde la vida interna más aprieta las clavijas para ser obedecido, que ha trocado la confianza por el temor, la obediencia por el servilismo, a autoridad. Tienen la potestad pero no la autoridad, que es la forma más noble de mando pues la obediencia no se basa en la coacción sino en el respeto. Sin la autoridad que nace del convencimiento de que lo ordenado es bueno tanto por su origen –por quien manda–, como por su ejercicio –lo que se manda–, es imposible el amor a su función y representación porque no hay una tarea común, una verdadera colaboración, una comunión de bienes, una res-publica cristiana. La falta de caridad es la madre de la injusticia y la tiranía pues la caridad, que transciende toda justicia, a la vez la sostiene y la completa ya que su fin es el bien. No es de extrañar que donde no abunda el amor, se desborde la discordia y la tiranía: un anticipo del reinado del Anomos.



    Conclusión

    “Señor, hiede ya, porque es el cuarto día”. 

    Repúsole Jesús: “¿No te he dicho que, si creyeres, 

    verás la gloria de Dios?” 

    (Jn. XI 39-40)


    Como  a un cuerpo al que la vida le ha abandonado, primero le sobreviene el rigor mortis, que le hace ser duro, frio, gélido e inamovible de su posición para pasar después a la corrupción, a fermentar, disolverse, a aguarse y a heder, pasto de larvas y gusanos cuyo movimiento aparente y frenético  no es de vida sino de muerte; la Iglesia sin su verdadera alma, sin la Caridad, es un cadáver, despojo de lo que fue, cenizas de lo que ardió que ni ilumina ni calienta a las almas que se le acercan sino que se apartan y se horrorizan por su frialdad, fealdad y hedor. Durante unos siglos soportó un rigor, severidad extrema de la iglesia ultramontana hasta que con el Concilio se pasó a la descomposición del catolicismo. Acaso ¿No lo refleja desaparición de la caridad el caso paradigmático descrito por Leonardo Castellani en el Ruiseñor fusilado y tantas veces repetido ante nuestros ojos? Quien hable con sacerdotes, seminaristas y fieles del montón, lo podrá atestiguar.

    Y sin embargo, ahí está el Salvador que, si no abandonó al amigo en la muerte, menos abandonará a su esposa en  manos de las puertas del Hades, sino que la llamará afuera del sepulcro y la liberará de sus ataduras para vestirla con todas sus gracias y enjoyarla con todas sus virtudes. Y la volverá a injertar en la vid para que vuelva la Caridad por sus vasos y venas, reviviendo sus ramas, resucitando su vida y dará nuevos frutos de salvación en todos los ámbitos a través de la santidad de sus miembros. 

    Donde no hay amor, poned amor y encontraréis amor.Esta es nuestra tarea fundamental, la piedra angular de la reconstrucción de la Iglesia, todo lo demás, todas las luchas y combates sin ella carecen de sentido o son un engaño. Dios pudo encargar el trabajo a San Francisco porque ya estaba enamorado hasta las entretelas del corazón. Y así pudo soñar Inocencio III que Santo Domingo y San Francisco sostenían San Juan de Letrán e impedían su derrumbe cuando fallaron las demás columnas: la Iglesia fue y es sostenida por el Amor de Dios que habitaba en estos dos santos. Imitemos su ejemplo.

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    En los últimos años se han publicado varios libros referidos a un hecho innegable: el declive de Occidente y el concomitante proceso de desaparición no sólo de la cristiandad sino también del  cristianismo. No es necesario aportar muchos datos para probar la afirmación. Lamentablemente, está a la vista de todos. 

    Pero la pregunta que surge naturalmente es si la Iglesia católica está siendo arrastrada también por este proceso de disolución. Ya conocemos la respuesta de los gerontes conciliares: la Iglesia se encuentra en su mejor momento, viviendo las primaveras del bendito Vaticano II. Dejemos de lados estas senilidades y seamos sinceros también nosotros en cuanto al diagnóstico, aunque reconozco que diagnosticar en este caso, que no se trata del proceso inductivamente comprobado de una enfermedad, sino a las acciones libres de los hombres y al plan de Dios, tiene algo de profecía. Y como yo no soy profeta ni hijo de profeta, y estimo que tampoco lo son los lectores del blog, lo único que podemos hacer es ejercitar la inteligencia y aventurar lo que puede ocurrir.

    Y en este ejercicio hay al menos dos principios que debemos cuidar con atención. En primer lugar, dejar de lado las revelaciones y devociones privadas, y me refiero a dejarlas de lado a la hora del análisis. Por ejemplo, no podemos pensar el problema tomando como insumo la premisa: “Al final, mi Corazón Inmaculado triunfará”, que no es más que una revelación privada, por muy venerable que sea, y que consecuentemente no integra el Depósito de la Revelación. Y en cuanto a ésta, debemos tomar las verdades transmitidas en el sentido más amplio posible. Por ejemplo, todos sabemos que “las puertas del infierno no prevalecerán” contra la Iglesia de Cristo. Lo que no sabemos es qué tamaño o extensión podrá tener la Iglesia en los tiempos postreros, y tampoco sabemos cuánto durarán esos tiempos con, eventualmente, una Iglesia reducida a la más mínima expresión.

    Ciertamente que un análisis de este tipo no puede hacerse en un post; merece un libro, y en eso estoy. Sin embargo, en la brevísima extensión de un post sí pueden discutirse algunas ideas. Y yo quiero insistir con una idea que ya he traído a este foro en diversas ocasiones (por ejemplo, aquí y aquí) y es que el camino que seguirá la Iglesia católica si continúa por el sendero que tomó en el Concilio Vaticano II y que fue refrendado no sólo por Pablo VI sino también y sobre todo por Juan Pablo II, continuado por Benedicto XVI y acelerado brutalmente por Francisco, es el mismo que la iglesia anglicana tomó en el siglo XIX, y ya vemos cómo ha terminado: en su disolución, conservándose apenas un tinglado ceremonial debido, creo yo, al carácter naturalmente tradicionalista del pueblo inglés. Y, como todo tinglado, la iglesia de Inglaterra no es más que una estructura completamente vacía de contenido, habitada por cada vez menos personas —mayores y muy mayores— y cuya finalidad ha venido a ser la acción humanitaria y funcionar como una apetitosa bolsa de trabajo para todos sus funcionarios. 

    Los pasos que siguieron los anglicanos en este proceso son exactamente los mismos que está siguiendo la Iglesia romana desde hace varias décadas. Por tanto, y haciendo un simple silogismo, debemos concluir que si ese camino los condujo a ellos al destino en que hoy se encuentran, nos conducirá a nosotros al mismo destino. No hay motivo alguno para que nos conduzca a otro sitio, a no ser la intervención milagrosa de Dios.

    En los dos enlaces que incluí más arriba detallé las postas del camino anglicano que son las mismas, o muy parecidas, a las que ha tomado la Iglesia católica, y que podrían sintetizarse en una breve frase que John Henry Newman escribió a su madre hace dos siglos, cuando aún era anglicano, preocupado por la marcha que estaba tomando su iglesia, a la que encontraba empapada de “un espíritu que tiende a subvertir la doctrina como si esta fuera una derivación de beatería y disciplina o el instrumento de una abusivo sacerdocio”. Poco más de quince años después de escribir estas líneas, Newman se convertía a la Iglesia católica. Dos siglos atrás, él tenía dónde ir; nosotros no tenemos otro lugar porque estamos donde debemos estar: embarcados en la barca de la Iglesia que fundó Nuestro Señor aunque su timón haya caído en manos de astrosos y bergantes. 

    La Iglesia católica romana, tal como la conocemos nosotros y tal como la conoció el mundo a lo largo de quince siglos, va a desaparecer, engullida por la desaparición de Occidente. Mi opinión es que ya no hay vuelta atrás. Pero no es momento para el desánimo o la desesperación; es momento para la prudencia que nos indique el mejor modo de resistir el embate, formando "minorías creativas" que permitan acoger a la mayor cantidad de hermanos que quedarán a la deriva cuando. Y es el momento del testimonio, porque fue justamente el testimonio o martirio de los primeros cristianos el que, con el gracia de Dios, terminó convirtiendo al mundo pagano.