Comento a continuación una novela que acabo de leer, Nuestros inesperados hermanos, del escritor franco-libanés, Amin Maaluf. En mi análisis me atengo sólo al contenido argumental, obviando los indudables valores estético-artísticos de la obra, cosa para la que me creo menos componente.

En mi opinión esta novela es muy políticamente correcta, o por mejor decir, es muy acorde con la mentalidad de los tiempos que corren. Hoy en día se vive en una sensación de peligro permanente. Tenemos como Humanidad una sensación de culpa colectiva de los males que la afligen e incluso nos sentimos merecedores de un castigo por ello. Sabemos que ese castigo nos está acechando para golpearnos con una catástrofe mundial y sabemos que si llega tendríamos que resignarnos a recibirlo pacientemente como culpables que somos.

Las guerras de hoy, no sé si mayores o menores que en siglos pasados, cada vez nos asustan más por el constante aumento de la capacidad mortífera de sus armas, sobre todo las nucleares. Nos asusta también el cambio climático, que imputamos casi por completo a la acción depredadora de nuestra especie. Resultado de ello, que nos queremos cada vez menos como género humano y que sentimos que hemos de cambiar de inmediato nuestro proceder. Lo peor, es que al ver que no podemos hacerlo con el común acuerdo de todos nosotros, perdemos toda esperanza de arreglar a este Mundo enfermo.

A recobrar esa esperanza perdida se encamina esta obra, como expresa su autor con estas palabras: «Necesitaba buscar en la ficción la esperanza que ya no puedo encontrar en la Historia real. Así han nacido en mi espíritu estos "inesperados hermanos", herederos fieles del milagro de la antigua Grecia.»

En realidad siempre ha habido colectivizaciones de la culpa, en las religiones, por ejemplo, tengo presente el plural que empleamos en nuestras oraciones de petición de perdón a nuestro Dios, y así, no decimos en el padrenuestro «perdona mi ofensa» sino «perdona nuestras ofensas». Estamos inmersos en el género humano y nos sentimos solidarios de sus culpas. Así también podríamos interpretar que nuestro «pecado original» en el fondo es eso: la transmisión a toda la humanidad y para todas las épocas de la culpa de Adán y Eva. Una culpa de los primeros individuos que se hizo colectiva para todos sus descendientes.

Lo nuevo no es la culpa ni el sentimiento de culpa sino que ahora ésta sea esgrimida no ya por la religión sino también por el ateísmo o el mero agnosticismo de las actuales ideologías. También esas mismas ideologías pretenden hacer renacer en nosotros una esperanza, solo que ahora ya no será la virtud teologal de la Esperanza, sino una virtud meramente humana.

Además, en el pensar actual es muy permanente el deseo de salvación que vemos también esencial en las religiones. La meta de la salvación humana también está en su horizonte pero desde una perspectiva inmanente, completamente inmanente. Y con la condición, por supuesto, de que el salvador o los salvadores, sean exclusivamente humanos.

A este respecto, el autor en su obra saca a colación el problema del envejecimiento y de la muerte. Los salvadores, gentes de una civilización y lugar de procedencia inciertos son de naturaleza humana y son poseedores de una ciencia médica que nos supera de tal modo que hace posible la curación casi inmediata del Presidente de los EE.UU. de un cáncer que padece en fase terminal. La actuación médica bienhechora de estos hombres, de ignota procedencia, ocupa gran parte del libro, lo que da a entender que esto es lo importante de la obra: hacer creer en la posibilidad de que nuestro mundo tiene una solución humana. La actuación médica de esos inesperados (también ignorados) hermanos de humanidad, pero de una civilización que supera en años luz a la nuestra, se presenta como rayana al milagro a los ojos de nuestras mentes primitivas, presentándose un caso, en que son capaces de conseguir la curación inmediata de unas personas muertas en un tiroteo.

Lo que pienso que subyace en esta novela son ideas gnósticas. La creencia en el poder del hombre "iluminado". Hombre iluminado que puede producir una civilización que culmine en la verdadera salvación del género humano. En realidad es la religión atea con que se nos intenta conquistar hoy. El «seréis dioses» de esta religión que sólo cree en el hombre no es más que una reedición del consejo bíblico de la diabólica serpiente que, hoy como ayer, sigue seduciendo a muchos.

Pero ni en esta fantasiosa novela se atreve el autor a negar la innegable realidad de la muerte. La tiene muy presente cuando cuenta cómo en los puertos de países de todos los continentes los miembros de esa civilización superior atracaron sus buques medicalizados para curar a los hombres y cuenta el acontecimiento de la destrucción de uno de estos buques por terroristas mediante la colocación de una bomba provocando cientos de muertos, no sólo de la población corriente que había ido a curarse sino también entre los sanitarios de este pueblo amigo.

Ante estos hechos los «salvadores» se retiran momentáneamente. Se argumenta en la obra que al ser un pueblo que puede retrasar mucho la muerte tiene más presente el valor de la vida por lo que consideran la muerte como el único enemigo con quien el hombre debe luchar. Un enemigo común, que por malo que sea servirá de bien para unir a todo el género humano. La reina de este pueblo, Electra, en su discurso en el cementerio de Arlington, donde se realiza un acto de conmemoración de las víctimas al que ella es invitada, dice expresamente:"Porque cuando se adquieren la sabiduría y los conocimientos que permiten ganarle terreno a la muerte, no queda ya más enemigo que ella. Hasta el final de los tiempos no habrá ya más enemigo que ella ni más combate que merezca la pena librar." Y más adelante dirá: "Sí la muerte, sólo la muerte. No las potencias rivales, no los otros pueblos, no las otras razas. No nosotros." Quiere dejar así arrumbado el problema del mal proveniente del propio hombre y más cuando la muerte de las víctimas a las que están honrando no son muertos por causa natural sino por muerte debida al hombre. Así, la intervención elude que la muerte también, y con más frecuencia aún que la natural, es obra del hombre. Contra la muerte también se lucha, teniendo como enemigos, a los enemigos de la vida humana, aunque sin tener como objetivo principal destruir su vidas sino retirarlos a prisiones para defender a la sociedad de su maléfica acción y también para poderles en ellas reeducar para poderles devolver su libertad cuando no constituyan un riesgo social.

Creo que es muy simplista la idea de que una civilización superior se base sólo en su deseo de lucha contra la muerte. De hecho el hombre desde tiempo inmemorial viene luchando contra las enfermedades y por la prolongación de la vida humana. Por eso, hoy la esperanza de vida humana se ha alargado en muchísimos años. Pero ello no nos ha hecho más pacíficos, pues las guerras siguen siendo una lacra en este mundo. Por el contrario, sí hemos de luchar contra nosotros mismos y nuestras tentaciones de soberbia, ira, avaricia y tantos pecados capitales que nos azotan.

En una visión más política, quizás exagerada, pero que aún así me atrevo a sugerir, diré que la novela trata —poniendo como ejemplo, una de las naciones más poderosas del mundo, EE.UU.—, de mostrar la incompetencia de las naciones para resolver los grandes problemas del mundo. Quizá esta civilización iluminada que se presenta como salvadora, también pueda simbolar una élite mundialista (escondida tras nombres griegos) que trata de fraguar un gran organismo de gobernanza internacional que mande más que los estados aunque éstos sean de corte democrático. Elites iluminadas, no nombradas democráticamente, que intentan dominar al mundo.

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