De un tiempo a esta parte la expresión ‘poner en valor’ se está convirtiendo en artículo de moda que muchos emplean sin ton ni son. No hay político que se precie de serlo que no sucumba a sus encantos y recurra a ella como muletilla retórica
De un tiempo a esta parte la expresión ‘poner en valor’ se está convirtiendo en artículo de moda que muchos emplean sin ton ni son. No hay político que se precie de serlo que no sucumba a sus encantos y recurra a ella como muletilla retórica, usándola al tuntún en sus discursos y comparecencias, en la seguridad de conseguir un impacto mediático. Poner en valor queda tan guay que se ha extendido como la pólvora en otros escenarios, como el periodístico o incluso el académico, y lo peor es que ha suplantado a otras palabras y locuciones que ya teníamos funcionando a las mil maravillas con el mismo propósito. Pero no, hoy lo que mola, lo que impera para quedar bien, es decir que algo se pone en valor, aunque quien lo diga en realidad está haciendo un uso exagerado e inapropiado de nuestro idioma.
Vaya por delante que ‘poner en valor’ no es en sí misma una expresión gramaticalmente incorrecta, ya que sigue el patrón de otras bien asentadas en castellano, como poner en duda, en boca, en solfa o en tela de juicio. También queda claro que ‘poner en valor’ no es exactamente lo mismo que ‘valorar’, pues con ello no se trata de reconocer la valía de una persona o una cosa, sino poner todos los medios para conseguir que algo considerado valioso sea reconocido como tal y procurar su protección. Con este sentido se empezó a usar hace décadas por arquitectos y arqueólogos para referirse a la conservación del patrimonio material, en la idea de recuperar un monumento, una obra de arte o una excavación arqueológica que estaba infravalorada, para una vez restaurada y adecentada darla a conocer al público en las mejores condiciones posibles.
El problema es que una expresión de estilo acuñada con una idea precisa y circunscrita a un ámbito concreto se ha hecho hueco en el lenguaje político, con el peligro que ello conlleva. Porque nuestros conspicuos representantes y regidores ya no sólo la usan con la idea de recuperar y dar a conocer un bien patrimonial, sino para cualquier otra cosa o motivo que venga a cuento resaltar. Por ejemplo, hace poco leí que la alcaldesa de Castellón encargaba poner en valor los cítricos en los platos de ocho chefs de la zona. Y no es caso único, pues algunos ya hablan de poner en valor unas declaraciones, una iniciativa en materia deportiva o un acuerdo que se alcanza, cuando en realidad lo que se quiere es potenciar tales cosas. El hablante medio piensa entonces que dicha expresión pertenece al plano culto de la lengua, cuando no es así, y además para este propósito ya disponemos de otras voces y frases tan sencillas y precisas como ‘destacar’, ‘subrayar’, ‘dar importancia o relevancia’ y ‘prestar atención’.
¿Cuál es el origen de esta locución tan extendida a día de hoy?. Con seguridad se trata de un galicismo, ya que en francés suele utilizarse mis en valeur (puesto en valor) o en valeur (poner en valor) con el significado de dar o conceder importancia o relevancia a algo en concreto. De esta forma, y como ejemplo de este uso inadecuado, una mala traducción del titular «le ministre a mis en valeur l’éducation publique» podría ser «el ministro ha puesto en valor la educación pública», en lugar de «el ministro ha dado relevancia a la educación pública», que sería lo más acertado.
El uso de expresiones mal adaptadas al castellano a partir de otros idiomas viene de antiguo, pero hoy la agilidad y el descontrol que afecta a las nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación facilitan que una traducción inexacta pueda instalarse con demasiada rapidez en el lenguaje de quienes se las dan de cultos o modernos. Es lo mismo que ocurre con las locuciones ‘en base a’, que parece ser un calco del italiano, o ‘a nivel de’, que es un anglicismo en toda regla, entre muchas otras voces y frases hechas incorrectas que impregnan el lenguaje político y periodístico. De algunas de ellas hablaremos en próximos capítulos.
Lo que filólogos y lingüistas criticamos aquí no es el uso de una expresión determinada, sino el mal uso que a veces se le da y el hartazgo que puede producir abusar de ella. De todas formas, el hablante es en definitiva quien tiene la última palabra, pero procurando conocer primero la génesis de este lenguaje esnobista y poco claro, aunque sea de forma superficial. Si pocos españoles confían en sus políticos, tampoco deberían fiarse de los recursos estilísticos que estos utilizan en sus alocuciones y que en muchos casos solo persiguen enmarañar el discurso y hacerlo más confuso. Como bien dice Sagrario Fernández-Prieto, autora del libro Palabras al aire (Barcelona, 2013), «si los políticos pueden decir algo con tres palabras no lo harán con una, y cuanto menos se entienda mejor».
Hace poco, un colega, profesor universitario por más señas, nos enviaba un correo en el que decía: «En primer lugar, quisiera poner en valor la labor y esfuerzo de los coordinadores anteriores...». ¡Con lo fácil que habría sido destacar esa labor y ese esfuerzo!. Esperamos que, al menos de momento, a nadie se le ocurra la barbaridad de poner en valor gestos cotidianos como el arreglo de un electrodoméstico, el cultivo del jardín, las tareas de los niños en el colegio o un puesto de trabajo acorde a nuestras necesidades. Mientras no suceda así, el lenguaje coloquial estará a salvo de esta moda absurda, pedante e innecesaria que, puestos a poner, lo que único que consigue es dejar en evidencia a quien la pronuncia fuera de lugar.
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