Este último domingo en el evangelio de la misa se leyó la parábola de las vírgenes necias y prudentes. El sacerdote en su homilía me parece que no destacó el carácter escatológico de la parábola, que han subrayado santos como San Agustín.

No se trata, como decía el sacerdote de desaprovechar una ocasión de que Jesús se presente en un momento de nuestra vida y no estemos preparados para recibirle. Tampoco es sólo que tengamos que estar más atentos y preparados para posteriores ocasiones que pueda volver pasar por nuestro lado.

La parábola no deja lugar a posteriores oportunidades pues habla del fin de nuestras vidas. Se trata de ese momento último de nuestra vida en el que si no estamos preparados no entraremos ya jamás en la boda del Hijo. De allí la perentoriedad del mensaje final de la parábola: “Vigilad, pues, porque no sabéis el día ni la hora”, pues se trata de nuestra salvación o condenación para toda nuestra eternidad.

Es verdad que este mensaje escatológico es más intranquilizador, pero si Cristo quiso darlo, nosotros, con la excusa de ser misericordiosos, no le podemos poner suavizaciones engañosas. Es un orgullo pecaminoso creer que podemos modificar la Escritura para hacerla más benéfica a los hombres. Y todavía más si al hacerlo nos creemos misericordiosos. ¿Es que Jesús que nos reveló su Palabra no es infinitamente más misericordioso que nosotros?

A mi juicio la predicación actual, en general ha pedido mordiente. Priman los conceptos adormecedores, suaves, que no molestan, que no exigen cambios de rumbo radicales a nuestras vidas. Hoy profetas como Jeremías no serían bien recibidos. Y sin embargo, no debemos olvidar la Escritura que nos habla de que Dios es terriblemente celoso con los falsos dioses. Porque es a este tipo de dioses falsos al que nos vemos muchas veces tentados a adorar: el dinero, el poder, el sexo, la soberbia, el hedonismo, el materialismo, el egoísmo desenfrenado y muchos otros. Y el castigo de ese Dios celoso nos debe sanamente asustar para permitirnos abandonar la adoración de ídolos como los mencionados que nos llevarán a la condena eterna. De hecho cualquier adorador de ídolos sufre ya una parte de castigo en esta vida. Cuando veo, por ejemplo, casos como el de un hombre que cuando le abandona su pareja, llega a matarla e incluso a matarse él mismo, lo primero que creo apreciar es a un adorador de ídolos. Adoraba a su mujer y cuando ésta le abandona ha perdido lo que creía el mayor bien de su vida, ha perdido para siempre su felicidad y se siente desesperado. Ya nada le importa, ni la vida de su adorada ni la suya propia. Si el ídolo que adorabas te falla no te queda nada. Adorar dioses falsos tiene funestas consecuencias. Adorar al Dios verdadero es lo único que nos dará la felicidad, a pesar de que nos falle todo los demás: matrimonio, fortuna, salud, hijos, etcétera.

Si cuando nos llegue la hora de la muerte nuestras almas son vírgenes prudentes que han mantenido su lámpara provista de una fe inquebrantable, libre de toda adoración a falsos dioses o ídolos, de seguro que entraremos en el gozo eterno que Dios nos tiene reservado.

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