En esta tierra cántabra donde vivo
los caminos del monte
los inicio con frecuencia
abandonando los pueblos
que a sus pies descansan
y en temporada propicia
no viendo al aldeano
algún higo o cereza
a nuestro paso vamos cosechando.

Ya más adelante,
en el bosque adentrados,
vamos transitando
por verdeantes veredas
flanqueadas de fresnos,
de nobles robles, de hayas encumbradas,
de encinas centenarias, de albos abedules,
de castaños nutridores,
de humildes pinos
y de invasores eucaliptos.

Otras veces, rayano a nuestra ruta,
lo arbustivo domina en la floresta:
prolíficos avellanos
enhiestos laureles,
modestos espinos
y brillantes acebos;
la incesante zarzamora,
el familiar helecho
y el punzante tojo.
No falta en cotas altas el rastrero y oloroso matorral
salvia, espliego, tomillo y manzanilla.


Alcanzo también senderos pedregrosos
que coquetean con las peñas de su vera,
Zigzagueantes trazados
de la tierra al cielo
por ellos ascendiendo,
del Señor las grandezas,
observando voy
y también a la vez
mi pobre pequeñez...

Golpes de fresco viento me acompañan
etéreos nutrientes que inundan mi ser todo
de una levedad invasora cargados
que me dejan el alma perfumada
de humildes aromas campestres
de romero y de tomillo.

Siguiendo esos vericuetos de montaña,
poseído por mi impulso de avanzar,
me lanzo a conquistar alturas
dispuesto a admirar alborozado
renovadas perspectivas,
de belleza siempre inagotables.

Y cuán pródigos son estos caminos de monte:
a su borde este zarzal te nutre con sus moras,
este ciruelo asilvestrado, te deleita con su sabrosos frutos
allí, el manantial que de la roca fluye, te quita la sed.
Y allí, la humilde encina
te prodiga la sombra con que protegerte
cuando el sol abrasador
se te hace insoportable.

Cuando transito por esas sendas
cada vez más estrechas que,
tragadas por la espesura,
parecen desaparecer
cómo me maravillo de que en un recodo,
inesperadamente,
se dilaten en extensas y verdes brañas
abiertas a panorámicas de ensueño.
¿No me conduce por aquí,
a los pastos prometidos,
el divino Pastor?

Nada es imposible en la terrible montaña,
en cada repliegue de sus laderas
todo puede transformarse.
El viento tempestuoso trocarse en calma
y la borrasca, en sol brillante,
y así, cual vil liliputiense,
viéndome inerme en su gigantesca mano,
tras un fugaz escalofrío
una más lúcida inspiración me la revela
como parte de la gea
como mera materia sin conciencia
sometida a nuestro común Creador.
Por eso confiado,
no me importa sumirme en su regazo
sintiéndolo como el propio del Buen Dios
que bajo su forma se me presenta.

El corazón lleno de estas cosas,
cuando al monte subo,
en cada uno de sus repechos
me sigue confirmando que hacia Dios, cada vez más me aproximo
y me permite caminar sereno y confiado
por sus amenazadoras cumbres.

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