El refranero español tiene algunas sentencias muy certeras. Por ejemplo, esa que reza “dime con quién andas y te diré quién eres". Ahora bien, ese refrán puede parecer opuesto a una gran verdad. A saber, que un cristiano no debe estar cerrado a andar con todo tipo de personas. No en vano, a nuestro Señor le acusaban de ir con prostitutas, publicanos, con el lumpen de Israel. La razón de su proceder era clara: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan” (Luc 5,32)
Fuera de esa intención salvífica, presente también en el apóstol San Pablo cuando se dirigía a las sinagogas nada más llegar a un pueblo o ciudad, cabe preguntarse qué sentido tiene tratar de forma habitual con aquellos que viven en la enemistad con Dios y al margen de su Reino.
Al contrario, dice la Escritura
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de impíos, ni se detiene en el camino de pecadores, ni toma asiento con farsantes, sino que se complace en la Ley del Señor, y noche y día medita en su Ley.
Salmo 1,1
Y:
No os unzáis en yugo desigual con los infieles: ¿qué tienen en común la justicia y la maldad?, ¿qué relación hay entre la luz y las tinieblas?, ¿qué concordia puede haber entre Cristo y Beliar?, ¿qué pueden compartir el fiel y el infiel?, ¿qué acuerdo puede haber entre el templo de Dios y los ídolos?
2 Cor 6,14-16a
Entre los grandes males que asolan a la Iglesia hoy en día está una especie de idolatría hacia el diálogo y la concordia con quienes difícilmente se puede llegar a acuerdo sobre el bien común. Y no digamos sobre la fidelidad a Aquel de quien la Escritura dice que toda rodilla se doblará ante Él (Rom 14,11).
Por ejemplo, ¿a qué acuerdo se puede llegar con los que están a favor del aborto, de la eutanasia, de la depravación moral de los niños y jóvenes en la escuela, del reconocimiento de las uniones homosexuales, etc?
Estimados, cerca de finalizar la segunda década del siglo XXI de nuestra era, debería haber quedado ya claro que, más allá; de cierto nominalismo inicuo, no hay lugar para la fe católica en los sistemas políticos que esconden o rechazan a Dios como el supremo legislador. Cuando una nación católica deja de regirse por "leyes católicas", renuncia a la soberanía de Cristo y la sustituye por la soberanía del pueblo, es cuestión de tiempo que acabe hundida en el abismo de la apostasía.
Hay católicos que se conformarían con que se respetaran ciertos "principios no negociables". No seré yo quien niegue que es mejor que el derecho a la vida está garantizado, así como el derecho de los padres a que sus hijos no sean adoctrinados por una máquina estatal depravada, pero ¿acaso hay algo de la soberanía de Cristo que sea negociable?
La ley de Dios nos lleva a Cristo (Gal 3,24) para que en Él podamos por gracia ser fieles a la voluntad divina. La ley humana que niega a Dios nos pone en manos del príncipe de este mundo, el padre de toda mentira. Y no cabe acuerdo con él. Ni siquiera diálogo.
La Iglesia, a pesar de los pecados y escándalos de algunos de sus miembros, no puede renunciar a ser Madre y Maestra. Si lo hace, renuncia a sí misma, renuncia a su Señor. La necesaria distinción entre Dios y el César no supone en ningún caso que ambos están a un nivel parejo. El César, el poder político, debe someterse a Dios. Que eso parezca hoy inviable no lo convierte en menos cierto y necesario.
Lamentablemente vivimos en una época en la que buena parte de la Iglesia parece más empeñada en predicar las supuestas bondades de la democracia liberal que en hacer discípulos no solo a las personas sino a las naciones. Sin ir más lejos, parece mentira que tras más de dos millones de abortos, millones de familias destruidas por el divorcio y millones de almas adoctrinadas en el error por el régimen que nació de la Constitución de 1978, los obispos españoles sigan alabando la concordia constitucional y sigan creyendo que puede salir algo bueno del diálogo con quienes nos dicen en la cara que no tenemos derecho a educar a nuestros hijos en la fe.
Por eso, hoy más que nunca, toca alzar la voz y decir:
¡Viva Cristo Rey!
Si no hablamos nosotros, hablarán las piedras.
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