¡Qué misteriosa pero profundísima vocación la de acompañar a Cristo doliente y agonizante de Iglesia traicionada y crucificada! Aquella Iglesia minúscula del Calvario sin papa (Pedro sería nombrado más tarde) y casi sin apóstoles (huidos con Pedro).
Casi sin apóstoles, porque sólo el joven apóstol Juan se mantuvo fiel al pie de la cruz, con María, su Madre, y las santas mujeres.
Vivir de este modo esta Iglesia pequeña y nuclear del Gólgota nos puede servir para no desalentarnos de la apostasía general de los católicos de hoy, incluidos muchos, pequeños y grandes, ministros eclesiásticos y laicos. Unidos a María Santísima al pie de la cruz sufriendo con Cristo y por Él consolados con la promesa inefable y sublime que recibió otro de los compañeros de Jesús en aquella hora aciaga y horrible, el más humilde, el más olvidado, figura de todos los triturados y deshonrados moral y materialmente por la presente civilización anticristiana: Verdaderamente te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. (Lc. 23:43.)
Ese ladrón robó el Paraíso – dice san Juan Crisóstomo –. Nadie antes de él escuchó una semejante promesa: ni Abraham, ni Isaac, ni Jacob, ni Moisés, ni los profetas, ni los apóstoles, el ladrón entró antes que ellos. Pero también su fe superó la de ellos. Él vio a Jesús atormentado y lo adoró como si estuviera en su gloria. Lo vio clavado a una cruz y le suplicó como si hubiera estado en un trono. Lo vio condenado y le pidió una gracia como a un rey. ¡Oh admirable malhechor! ¡Viste a un hombre crucificado y lo proclamaste Dios!
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