Hoy reflexiono sobre los milagros en los procesos de beatificación, al hilo de las palabras, de don Michele Di Ruberto que era en 2004 subsecretario de la Congregación para las causas de los santos.

En ese año la citada autoridad se manifestaba así cuando se le preguntaba sobre la necesidad de los milagros en los procesos de canonización y sobre si no bastaría simplemente con pruebas demostrativas de un ejercicio en grado heroico de las virtudes:

… … Establecer la heroicidad de las virtudes, mediante todo el trabajo de recogida de las pruebas testimoniales y documentales, de profundización histórico-crítica, de evaluación teológica hasta lograr la certeza moral y dar un juicio, por mucho que sea fundado, serio y esmerado, puede estar sujeto al error. Nosotros podemos equivocarnos siempre, podemos engañarnos siempre, los milagros en cambio sólo puede hacerlos Dios, y Dios no engaña. Son un don gratuito de Dios, una señal segura de la revelación, destinada a glorificar a Dios, a despertar y reforzar nuestra fe, y son también, por tanto una confirmación de la santidad de la persona invocada. Su reconocimiento permite, por tanto, dar con seguridad la concesión del culto.

En resumen, los milagros hacen a los santos y, en una causa de canonización, los milagros representan también la sanción divina a un juicio humano…

Fuente: Revista 30giorni, nº 4 del año 2004

Visto lo anterior el cambio operado por nuestros últimos papas, quizás más acentuado en el actual, de rebajar el número de milagros para declarar la santidad de una persona, parece disminuir la importancia de éstos en el proceso de canonización. Si el papa puede a su arbitrio rebajar el número de milagros, llegando el actual, por ejemplo, a reconocer la santidad de Juan XXIII con sólo un único milagro, y quién sabe, si en el futuro sin milagro alguno. De llegarse a este extremo, la declaración papal sólo se basaría en apreciaciones humanas respecto al ejercicio en grado heroico de las virtudes, elaboradas por la Congregación para las causas de los santos. Apreciaciones sujetas a error humano, como dice Michele di Ruberto. Sin llegar a ello, con la reducción del número de milagros ya operada, la Declaración de santidad ya está descansando más directamente en la autoridad del Papa, que en la confirmación divina que suponen los milagros.

Por otro lado con respecto a los milagros que hace poco han servido para canonizar a Juan XXIII, Pablo VI y al obispo Oscar Romero, en esta página se duda que reúnen los requisitos indispensables propios de situaciones de curación totalmente inexplicables, a saber, que nos encontremos ante: 1. Dolencia o estado de salud grave. 2. Que no haya probabilidad de que el mal remita por sí solo. 3. Curación instantánea. 4. Curación permanente. 5. Curación total. 6. Que el mal no haya remitido a causa de otra dolencia o incidente. 7. Que la curación no responda a ningún tratamiento médico.

Los casos mostrados se refieren a casos de riesgo fetal en los que aparentemente se demuestra con lógica que no se cumplen los requisitos apuntados habiendo también remisión a casos similares de curación que se han producido sin relación ninguna a la petición religiosa de intercesión de nadie. Con ello plantea la posibilidad de que milagros dudosos pueden estar sirviendo para la práctica de canonizaciones.

Esto, de ser cierto, sería más preocupante, pues presentar como milagros, sucesos que, aun siendo fuera de lo común, la ciencia tuviera una posible explicación, desacreditaría nuestra fe, pudiéndosenos acusar de milagreros.

Contando con la infabilidad que concede la mayoría de los teólogos a la declaración papal de canonización, habríamos de considerarla tal, aun cuando la investigación previa pudiese ser dudosamente concluyente. Lo que implicaría una cierta mínima importancia de dicho estudio previo teniendo en cuenta que el papa no se va a equivocar. Sería un simple consejo de probabilidad que le prestan unos asesores humanos para ayudarle en su decisión. Y aunque de verdad no se demostrara suficientemente la existencia de milagro, la condición de santidad quedaría avalada simplemente por la declaración del papa.

Vemos así, de forma palpable que la importancia de los milagros en los procesos de canonización ha disminuido considerablemente. La que les reconocía Michele Di Ruberto como sanción divina de un juicio humano parece estar desapareciendo. El juicio humano del papa es lo concluyente para los católicos. Y todo, porque nosotros creemos que el papa ha de estar inspirado por el Espíritu Santo para efectuar un acto infalible. Pero estas argumentaciones de fe para los ateos y creyentes de religiones falsas, no les ha de valer en absoluto.

Desechando los milagros y su confrontación con la ciencia, para demostrar racionalmente no sólo su existencia sino que aquella no les puede explicar, disminuimos la argumentación racional de las canonizaciones y primamos la mera argumentación de fe que sólo a nosotros nos sirve. Los evangelios nos dicen que Cristo se sirvió de los milagros para demostrar su divinidad ante la gente que no creía en él. Muchos fueron convertidos por ellos. Si un instrumento que manifiesta tan claramente el poder de Dios fue empleado por Cristo, nosotros no hemos de dejar de aprovecharlo. Ningún milagro divino ha de ser hoy dejado de tener en cuenta por nosotros. Por eso, y por que, como parece, esto puede estar ocurriendo en las canonizaciones actuales, ruego a Dios para que el papa vuelva a velar porque las exigencias sobre número y veracidad de los milagros exigibles para estas causas vuelva a ser el de siempre. Hemos de seguir mostrando al mundo que no hemos dejado de creer en los milagros y que ante el mundo cientificista que nos rodea no nos vemos ridículos ni acobardados para defender su existencia.

Por supuesto, luego, que cada cual pida intercesión al santo de su preferencia.

NOTA del autor: Como soy un laico del montón, hablo desde mi total falta de autoridad eclesial. Admitiré con agrado que se censuren y se den por inválidas todas aquellas reflexiones mías que aquí comparto, si alguien estima con fundamento que ellas contrarían el magisterio perenne de la Iglesia católica, a la que expresamente manifiesto siempre querer someterme.

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